La
madrugada, violenta y larga, sirvió de cómplice, mientras el huracán
rugía su fuerza de viento y agua. Y cuando la luz comenzaba a escurrirse
por entre las hendijas de las casas en pie, hubo quien quiso cerrar los
ojos para no ver tanto destrozo. No faltó el lamento de quien, al abrir
las ventanas del vecino que le había dado abrigo, descubrió que por
techo le quedarían las estrellas, o la preocupación por la familia, los
amigos, y la incomunicación telefónica que hacía infinitas las
distancias.
Pero como si abriesen las flores después de un triste invierno, de
todas partes aparecieron hombres, niños, mujeres, ancianas... En sus
manos, palas, escobas y toda clase de instrumentos de limpieza para
tomar las calles y devolverles color.
Un par de viejitos relataban al pueblo cómo habían salvado la vida
dentro de un escaparate y nadie les creía, mientras otros contaban el
milagro de una palma exprimida por el viento. Casi ninguno tenía ganas
de reír, pero el cubano, así de jaranero, inventaba chistes, algunos
sonreían y seguían recogiendo escombros.
“¡Vaya
tontería esa de llorar por un árbol!”, soltó uno, sin comprender por
qué dolía tanto un viejo tamarindo derribado a una comunidad con más de
una casa destechada.
Sacaron los colchones al sol, recogieron planchas de fibro
recuperables, enderezaron casas, limpiaron las hojas que el viento había
arrastrado hasta los portales y encendieron empolvados fogones de
carbón o improvisaron otros con leña, para colar una “hechura” de café
que levantara los ánimos.
Estas noches absolutas y eternas, que recuerdan las cantatas colectivas
de las mujeres en los portales, en espera de la corriente eléctrica,
durante los días más duros de los ´90. Candiles, faroles, linternas...
un sinfín de aparatos olvidados en las gavetas han vuelto a aparecer.
Mas, como quien “trae una velita”, en imitación del cómico animado
infantil cubano, llegaron los hombres “reparadores de la luz” y desde lo
alto, han ido devolviendo la esperanza y la alegría.
El
huracán Sandy siguió la ruta trazada por sus antecesores, como si esta
parte del Caribe fuese su mejor destino turístico. Ya lo sabemos: les
gustan estos meses para descargar su energía. Ahora, los lamentos son
vanos: hacen falta todas las manos, todas para reconstruir lo perdido.
Una preocupación se escucha en la calle. Dicen que habrá que “tirarle
fotos a los plátanos” si queremos acordarnos del sabor de un buen fufú.
Pero alguien, sabiamente, recomendó acopiar, primero, todo lo que Sandy
derribó e inmediatamente después traspasar los surcos y pactar nuevos
acuerdos con los campesinos en pos de la alimentación del pueblo.
Sandy, un huracán con nombre ambiguo, nos dejó territorios “patas
arriba”, daños económicos irrecuperables, el triste e inesperado suceso
de perder vidas humanas, noches en desvelo, una montaña de trabajo,
viviendas por reparar... Pero nos regaló la oportunidad de mirar
nuevamente alrededor, sin vendas ni antifaces, y constatar que no
estamos solos, ni siquiera cuando la fatalidad toca a la puerta y
esperamos, sin mucho que ofrecer, el apoyo de una mano amiga. Ningún
huracán -ni el más potente- podrá arrancarnos jamás la solidaridad y la
voluntad de levantarnos de entre las dificultades. /
Liudmila Peña Herrera