Hombre de amores es Pepe. Crece rodeado de una tribu de hermanas que, a duras penas, mantiene el mísero salario de Don Mariano, perpetuamente esquilmado o cesante y estricto con el hijo mansamente rebelde, demasiado diferente. Pero comprende a su padre y le perdona: en el instante en que pasa por el hogar la muerte o la vida, en que corre peligro alguno de aquellos seres queridos del pobre hombre áspero, el alma entera se le deshace de amor.
Testimonio de amistad da también: su condena a las canteras está entrelazada a tan sagrado vínculo, cultiva por todo el continente la extraña flor de la hermandad sin lazo de sangre y ser su amigo es un exclusivo privilegio. Casi al morir, escribe a Manuel Mercado: con qué ternura y agradecimiento y respeto lo quiero, y a esa casa que es mía, y mi orgullo y obligación; ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país…
Por algunas mujeres siente cosa tan vigorosa y absoluta y tan extra-terrena y tan hermosa, y tan alta; así ama y es amado. Pero a una sola entrega su devoción: Voy lleno de Carmen, que es ir lleno de fuerza…
En ella engendra a su Ismaelillo, heredero de la tierra prometida: Hijo soy de mi hijo, él me rehace, y a él le declara su fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud. El corazón le revienta el pecho cuando ama a la patria grande: De América soy hijo y a ella me debo; y declara que también el magisterio es sublime profesión de amor.
Sin embargo, cabe en su corazón un aborrecimiento único, vinculado a Cuba: El odio invencible a quien la oprime, el rencor eterno a quien la ataca… / Rubén Rodríguez