El 27 de febrero de 1874, hace hoy 138 años, el enemigo logró ubicar con exactitud el sitio en que se encontraba Carlos Manuel de Céspedes y sus compañeros, y conducido por un infame delator, desembarcó en Aserradero, se abrió paso entre las Salinas y Cocales, liquidó la escasa resistencia de los centinelas y finalmente asaltó la Prefectura Mambisa.
Revolucionario consecuente hasta sus últimos momentos, estuvo convencido de la validez de su ejemplo, de la razón de su vida que no fue otra desde su más temprana juventud que luchar por la independencia y la dignidad de la Patria.
Los disparos nítidos del revólver de Carlos Manuel de Céspedes se escucharon entre los montes antes de que cayera en un barranco, y sucumbiera en lucha desigual con los Cazadores del Batallón de San Quintín, en San Lorenzo, en plena Sierra Maestra, reafirmando aquello que había dicho: Muerto podrán cogerme, pero prisionero, ¡nunca! Allí se levantó para siempre en el corazón de la Patria, de la cual él es el Padre.
Seis años antes de la catástrofe de San Lorenzo, el 10 de Octubre de 1868, Céspedes había reunido a un grupo de hombres en su ingenio La Demajagua, les había presentado la bandera que enarbolarían en la conquista de la libertad, había declarado libres a sus esclavos y les había pedido ayuda en la empresa sublime que iba a iniciar aquella mañana. Con aquel puñado de héroes mal armados se lanzó a la manigua para redimir a su pueblo.
Su profunda convicción libertaria tiene expresiones visionarias, como lo que le expresa en carta dirigida a finales de 1870 a José Manuel Mestre, quien era representante diplomático de Cuba en Estados Unidos: Por lo que respecta a los Estados Unidos tal vez esté equivocado, pero en mi concepto su gobierno a lo que aspira es a apoderarse de Cuba sin complicaciones peligrosas para su nación y entretanto que no salga del dominio de España, siquiera sea para constituirse en poder independiente; este es el secreto de su política y mucho me temo que cuanto haga o proponga, sea para entretenernos y que no acudamos en busca de otros más eficaces o desinteresados.
Martí diría pocos años más tarde: Es preciso haberse echado alguna vez un pueblo a los hombros, para saber cuál fue la fortaleza del que, sin más armas que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara de una nación implacable, quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a un tigre su último cachorro.
Fidel expresaría cien años después: No hay, desde luego, la menor duda de que Céspedes simbolizó el espíritu de los cubanos de aquella época, simbolizó la dignidad y la rebelión de un pueblo —heterogéneo todavía—, que comenzaba a nacer en la historia.
La fortaleza del Padre de la Patria sigue alumbrando inteligencias, despertando espíritus y arrojando luz sobre el camino por el que hoy andan sus hijos. / Granma
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